Existe un comportamiento maligno que, según la sabiduría popular, se adopta en las selvas y lugares más alejados de las modernas civilizaciones más conocido como el mal de vereda. Lo padecen tanto hombres como mujeres y consiste en sentirse atraído por el PIB; entiéndase por PIB una persona demasiado agropecuaria para nuestro gusto, con quien nunca nos meteríamos en la ciudad y de quien nos avergonzaríamos profundamente y no seríamos capaces de cogerlo de la mano en Unicentro, en cambio, buscaríamos la manera de llevarlo a las periferias de la ciudad buscando privacidad o, para ser más pragmáticos, a cine a Centrosuba –aunque he de admitir que Centrosuba gana una sofisticación inmensa escribiéndolo en itálicas y no es conveniente, para la imagen que estoy recreando, que pierda su carácter arrastrado y callejero.
Pero ¿quién no ha sufrido alguna vez del mal de vereda? Cientos de mujeres lo hemos padecido, desde la bióloga aguerrida que encuentra a su Capax en alguna sombrita del magdalena y se lo trae a la capital a manejar camión, hasta la joven y emprendedora profesional de las ciencias sociales, que en su cruzada en pro de “construir país” por la Orinoquía, se enreda con un lanchero de grandes proporciones que termina llenándole la barriguita de hueso muisca y del más puro. Es que el mal de vereda ataca con la indomable fuerza del amor y muchos creen que se acaba pronto, apenas se ve el peaje para entrar a la ciudad. Desde la experiencia que me ha dado dirigir impecablemente la fundación He-hunters y escuchar atentamente a sus miembros, fundadoras y socias, me tomo el atrevimiento de debatir esta errónea creencia, el mal de vereda no acaba llegando a la ciudad, el mal de vereda también se contagia en el círculo urbano y es de los peores y más duros de erradicar, es más, conozco mujeres que no han salido hace años de la ciudad y viven de mal de vereda en mal de vereda, qué tristeza, viven con el corazón roto por un muisca venido a menos con ínfulas de capataz, jeta autóctona y agreste e instinto de bestia salvaje. Arriesgándome a sonar radical y a apestar a feminismo barato me aviento a afirmar, sin vergüenza, que el mal de vereda es, ahora, una enfermedad endémica y de mucho cuidado en nuestro país, porque es el muisca promedio, el pib, el abominable hombre primitivo vestido de jeans, camiseta –ojalá de algún pecueco equipo nacional como “millos”- y cachucha, el que nos causa este mal.
¿Cuáles son los síntomas?
Casi desde la fundación de He-hunters nos hemos encargado de tipificar los síntomas de esta epidemia y de cuantificar –de manera muy artesanal y al ojo casi- los casos en los que este mal se presenta periódicamente. Según cifras consolidadas este año, el mal de vereda ataca a un 95 por ciento de la población femenina, cuéntese usted dentro de este 95 si alguna vez lo padeció o lo está padeciendo o alguna amiga cercana o familiar lo ha hecho. Es increíble, empieza con los síntomas normales del enamoramiento, se acrecienta con el consumo de licor y en poco tiempo se ve reflejado en el aflojamiento de pierna. En pocos meses –y si tuvo la suerte de encontrar desocupado el cine de Centrosuba, por ejemplo un jueves o viernes santo- el mal de vereda se verá encarnado en un pequeñín con la misma jeta del taita que no tiene la culpa de que su mamá no haya sido eficiente en la discriminación del espermatozoide que escogió para fecundar su único óvulo, ni del recio gen que heredó sin siquiera pedirlo porque, como diría J.P. Sartre, estamos arrojados en el mundo sin haberlo elegido.
Algunos científicos sociales y otros antisociales afirman que la estupidez y brutalidad de la fémina muisca es un síntoma del mal de vereda. Me atrevería a decir que no, porque está claro que muchas veces ésta no es una condición ad hoc de la mujer chibcha sino que es permanente. Por algo será que el muisca sigue siendo casi un hombre del neardental, porque la muisca se lo ha permitido –lo repito una vez más- la tontería y sumisión femeninas son el subdesarrollo de nuestra incipiente evolución doméstica. Sobre este tema las europeas nos llevan años luz, ellas ya se revelaron del yugo masculino, ya lo superaron y ahora lo dominan y lo aventajan, para allá vamos nosotras si es que algún día tomamos el poder, así sea por la fuerza.
Retomando el tema sintomático, podría comparar al mal de vereda con los efectos alucinógenos de cualquier droga psicodélica de los 60, ¿Por qué? Porque causa la misma ilsuión ocular: convierte una cosa horrible en algo hermoso y colorido. ¿Sería esto lo que pasaba a don Quijote al ver a Dulcinea? Muy seguramente. Es gracias a esta alteración de la realidad que nosotras terminamos viendo divino al muisca, no importa cuán mugroso e inmundo sea, lo vemos precioso y yendo más lejos, nos parece que su hedionda jeta y su barriga es un trofeo que tenemos que restregarle en la cara a las demás muiscas que están locas de la envidia por nuestra suerte emocional, ¡qué engañadas vivimos! Y lo peor del cuento es que algunas muiscas, iguales de traicioneras a su homólogo, se atreven a bajarle a uno el “trofeo”, no es realismo mágico, no, señor, sucede, por más feo, jetón, mugroso y desagradable que sea el muisca hay una recua de damas dispuestas a echarse uña por él, ¡qué romanticismo! Se le conoce como romanticismo de montaña, por lo extremo y agropecuario, por supuesto.
Pero a pesar de la alarmante propagación del mal de vereda, de sus consecuencias y síntomas, la justicia sigue primando por encima de todo, alguna vez una persona muy sencilla me dijo que la justicia era darle a cada uno lo que se merecía -quizás parafraseando algún antiguo proverbio- y siguiendo estas sabias palabras me atrevo a afirmar que dicha propagación endémica de la enfermedad es justicia divina, pues hay ciertas féminas muiscas de traicionera malicia y garra de perdiz que merecen su “embellecido trofeo”. El muisca podrá ser inmundo, callejero y burdo pero la muisca, aunque bonita, muchas veces es ramplona, traicionera y rapaz y se merece un bulto aborigen al lado, dominándola con su agreste caballerosidad que ella interpreta como romanticismo, llenándose de chinos y dedicada a la cocina mientras éste se dedica al comedor.
Concluyo, entonces, diciendo que el mal de vereda existe en muchos casos porque el PIB femenino se lo merece, pero para el otro porcentaje femenino que no tiene la vergüenza de merecerse semejante mal, recomiendo abrir bien los ojos, apenas usted se esté entusiasmando inexplicablemente con cualquier pedazo de carne –porque uno se entusiasma con cualquier “bómper” vomitado como bien recita la sabiduría popular-mecánica- consulte con su mejor amiga, dese un paseo por la candelaria y nutra el ojo a punta de extranjero bronceado y mechudo o, si el caso es extremadamente grave, tómese unas vacaciones lejos de acá, cualquier cosa que le guste cruzando la frontera va a ser ganancia, se lo aseguro. Y recuerde alejarse lo más posible de Centrosuba o sus homólogos –si está en otra ciudad o ciudad intermedia-. Chicas He-hunter “¡A erradicar de nuestras vidas el mal de vereda. Porque no lo merecemos!”.